jueves, 29 de abril de 2010

La muerte llegó tumbando la puerta


Los gritos de doña Teresita se colaban por los vidrios de romanilla del baño de su casa. Aquel sonido viajó hasta llegar a los oídos de la familia de quien había entrado a la fuerza:
-¡Dios mío, Dios mío, no puede ser!
Quienes la escucharon pensaron que una llamada de media noche había traído una mala noticia a la quinta en Prados del Este. A ninguno se le ocurrió que la estaban matando.
En los últimos 50 años la casa de doña Teresita había permanecido imperturbable. No hubo fiesta de bodas, ni hijos, ni nietos que llenaran el lugar de gritos. Aún así ella vivía feliz en su silencio. Claro que su caso era la ilustración del proverbio que reza: “A quien Dios no le da hijos, San Pedro le da sobrinos”. Leopoldo Aguilera, el sobrino de doña Teresita, pasó por su hijo durante toda la vida.
A ella no le tocó el cambio de pañales o andar tras él cada minuto en sus primeros pasos, pero cuando tenía 17 años fueron muchas las charlas y reflexiones que compartir acerca de la vida… Y la muerte, porque después del básico de medicina él se hizo oncólogo.
Mientras sus hermanos veían crecer a sus familias ella se dedicó al trabajo. Llegó a Caracas desde Margarita para estudiar el quinto año de bachillerato, y se decidió por la economía en una época en la que era una carrera de hombres. A pesar de eso consiguió abrirse paso e hizo su profesión en la Corporación Andina de Fomento.
Abuela con nietos prestados doña Teresita fue dos días antes de su muerte a un juego béisbol para ver practicar a los hijos de su sobrino. Le habían insistido tanto que al final les acompañó.
La última distracción de doña Teresita fue pintar unos antiguos muebles de mimbre que se habían hecho viejos con ella. El domingo en la mañana Leopoldo fue a llevarle las pinturas. Esa fue la última vez que la vieron viva.
En las calles de Prados del Este las quintas encierran su belleza tras altos muros con concertinas aceradas y sofisticados sistemas de alarmas. Allí la gente se siente menos vulnerable. Pero hace 50 años cuando doña Teresita compró su casa con lo que ganaba como economista la verja era baja y el jardín estaba expuesto a la vista de quien pasara. Ella no estaba muy dispuesta a cambiar eso. Con los años la tranquilidad en la que vivía comenzó a ser una quimera: Entraron a la casa y se llevaron hasta una laptop que le habían regalado. Mientras saqueaban su casa ella siempre estuvo al amparo de su almohada.
Ratería de medianoche que arrasaba con todo lo de valor que pudieran conseguir. La última vez, en febrero pasado, se llevaron incluso las llaves de la casa. Leopoldo vino y cambió las cerraduras, subió los muros, puso un sistema de alarmas y le volvió a decir a su tía que se fuera con a vivir con él y su familia. Ella persistió en su posición.
- De aquí me van a sacar muerta.
Y así lo hicieron.
Leopoldo estaba con su papá cuando recibió la llamada de la señora de servicio de su tía, era un martes y nadie abría la puerta de la quinta Guara. Padre e hijo se fueron juntos a la casa de la calle San Francisco. No estaba el Yaris azul y ella nunca salía antes de que llegara la persona que limpiaba.
Abrieron la puerta y entraron llamándola.
La puerta del cuarto principal estaba astillada y rota, adentro el cuerpo de doña Teresita estaba roto también: recibió unas diez puñaladas.
Cuando la policía de Baruta y la policía científica llenaron la calle la familia del asesino fue parte de la gente que se horrorizó. Los vecinos vieron que su seguridad, tras las rejas que cierran las calles de Prados del Este y el portón eléctrico, había sido vulnerada y nadie se dio cuenta.
Cuatro días después la policía dio con el carro robado. Estaba a unas pocas calles de la quinta de doña Teresita. En la casa junto a la cual estaba el Yaris Gilberto Rivero Masot trató de decir que le habían dejado el carro para repararlo y el dueño no regresó. Luego confesó todo: vendería el Yaris que le había llevado Fernando León Rodríguez quien, a su vez, usaría la plata para comprar droga.
La noche del 12 de abril doña Teresita vio que Fernando León, a quien había visto crecer los últimos 31 años en su misma calle, entró a la quinta. Él se había encargado de desconectar la alarma y, por sus incursiones anteriores, conocía tan bien los espacios que entró sin forzar las puertas. Ella se encerró en su cuarto.
En su casa, y a sus 78 años, ella esperaba que la muerte llegara como una visita tranquila, sin aspavientos. Había visto a su sobrino pelear con el cáncer de sus pacientes y sabía que, si debía enfrentar una enfermedad, estaría en buenas manos.
Cuando se supo quién fue el asesino la frase “¡Dios mío, no puede ser!” cobró otro sentido. Le tumbaron la puerta y le sacaron la vida a cuchilladas. Ella murió en el asombro…

jueves, 22 de abril de 2010

“No les va a atender porque la maté”





Eran las 5.30 de la madrugada cuando el “Inca” Valero salió de la habitación. Estaba solo y se veía que se había bañado. A pesar de las cuatro horas que habían pasado desde que él y Yenifer Carolina, su esposa, finalmente se fueron al cuarto, el Inca seguía nervioso: caminaba de un lado a otro y se retorcía las manos. Se tomó un café, pero nada parecía calmarlo.

Llamaron en vano a la habitación y fue cuando el personal del hotel Intercontinental de Valencia se atrevió a acercarse a Valero para decirle que estaban preocupados porque ella no atendía el teléfono, él solo les respondió: “Es que no les va atender porque la maté”.

Lo que siguió fue la detención de la policía de Carabobo.

El “Inca” había llegado a esa muerte estando convencido de que Yenifer pretendía que lo mataran.

La noche del sábado en las horas de viaje desde Mérida él se sentía perseguido, todos los carros le resultaban amenazantes. En cada alcabala del camino los Guardias Nacionales o los policías estaban esperando por él. Los movimientos de Yenifer a su lado eran, para él, señales de que le indicaba a los policías de las alcabalas que lo mataran.

En ese tormento llegaron a Valencia y se fueron al hotel Intercontinental pues ya no había manera de seguir el viaje. En la recepción estuvieron desde las 11.30 de la noche. Allí, Valero tampoco se sentía seguro, personas extrañas en la recepción lo señalaban.

Pidieron una habitación, pero antes exigió que la revisaran hasta debajo de la cama y así lo hicieron. Por prevención lo asignaron a una zona donde no había demasiados huéspedes. Con preocupación los encargados del hotel lo vieron desaparecer aquella noche tras la puerta.

En la habitación en "Inca" terminó de consumir lo que le quedaba y luego lo acompañó con todo el licor que había en el bar de la habitación.

Y ya no supo más, o al menos fue lo que le dijo a los funcionarios que lo interrogaron.

Cuando despertó tenía las manos llenas de sangre y a su lado Yenifer estaba muerta con tres heridas perfectas en el cuello.

Él mismo relató tras su detención que antes de salir de El Vigía había comprado 50 gramos de cocaína que fue consumiendo durante el viaje. Quizás pensaba que si partía a Cuba el 19 de abril para su rehabilitación ya no habría más.

Cuando la policía bajó a “El Inca” de la media pared en la que se había colgado con su blue jeans los forenses se dieron cuenta de que en su boca estaba un papel doblado, al abrirlo vieron que era una foto de él con sus hijos.

Su fin fue quizás el resultado del estado de conciencia en el que entró una vez pasaron los efectos de la cocaína, allí comprendió que mató a su esposa y todo lo que eso implicaba...

miércoles, 14 de abril de 2010

Anthony no se podía “desplazar”


Estaba recostado sobre la moto. La luz de un bombillo colgante en una casa cercana, le alumbraba el perfil marcando las líneas de la cara cuadrada y varonil. Anthony escuchó el ruido de otra moto. Los que dispararon eran dos: casi niños y residentes de Píritu, pero la diferencia es que ellos son de los que deciden quién se “desplaza”.

Pero en el barrio nada de lo que se presencia se cuenta a la policía. El miedo a que los asesinos vengan por ellos acompaña a los testigos que lo que pudo haber pasado la madrugada del domingo 11 de abril. El temor los ayuda con el silencio. Así que Viney, la mamá de Anthony, tendrá que imaginarse lo que ocurrió apenas por los chismes que corren en el barrio.

La calle principal de Píritu es un sinuoso camino que baja y sigue bajando. Uno más de los 1.600 barrios que integran Petare con sus casas de bloque y su gente cálida.
Tras las casuchas, quizás entre las bodegas con rejas que venden helados de coco en vasito, está la violencia de la que son parte, esa que pareciera vivir en el asfalto y que también se cuela por el portón del colegio hasta llegar a los pupitres a cuya patas de metal se trepa, corriendo para alcanzar a los estudiantes.

Pero Petare es el reino de una violencia rudimentaria, más propia de lo que uno podría haber visto en los inicios de la humanidad, que en una capital del siglo XXI. Allí la vida se resume en quien se puede “desplazar” y quien no. Caminar de una zona a otra en el barrio depende de la libertad que quieran permitirte los que se sienten dueños de esos territorios.
La mamá de Anthony no sabe quien lo mató, pero sabe que él era el “popular”, atractivo para las mujeres y agradable para todos en el trato. Pero en un barrio eso, sino va acompañado de una pistola, la mayoría de las veces es una sentencia de muerte.

La madrugada que lo mataron Anthony tenía cruzado sobre su pecho un bolso de cuero, su aspecto a la moda le sumaban a la animadversión que generaba ser el chico popular.

-Mi hijo era muy querido. Sobre todo por las muchachas.

En la voz de Viney hay orgullo. Él era su “galán” su “príncipe”, pero sobre todo su promesa.

- Yo hice milagros para que estudiara, no fue fácil. Se graduó de bachiller el año pasado en Chacao en un colegio privado.

Pero en un barrio como Píritu terminar la secundaria es equivalente a haber salido adelante. Así que cuando terminó le dijo a su mamá

- Viste que sí pude, ya no tienes de qué preocuparte.

Pero a Anthony se le interpuso el buen carácter.
Su simpatía, el tratar a todos sin problemas, había alterado el orden natural del barrio.

La zona en que le dispararon no era su lugar habitual. Había ido por allí acortando camino para llegar a su casa y allí lo consiguieron, quizás, no les gusto verlo, pues no era de los lugares por los que podía pasar con libertad.

Viney contrae los labios al pensar en su hijo muerto. Tiene los brazos cruzados sobre el pecho, quizás allí le duele lo ocurrido. Ahora le queda un niño de cinco años al que quiere mantener lejos de las canchas deportivas, porque, para ella, en los barrios sirven apenas para hacer tiro al blanco y negociar droga. Ella prefiere las actividades culturales.

- Como la música.

Dice, y la idea optimista la hace sonreír. Su niño grande no llegó a tocar ningún instrumento, quizás ahora ella intente que el pequeño lo haga. Falta ver si al crecer los líderes de turno del barrio lo dejan “desplazarse” o si acaso, el escoja ser quien, al amparo de un arma, decide a dónde va.

viernes, 9 de abril de 2010

La bebé de Elina murió por diez bolsas de plátano









– “¿Ustedes no tienen hijos coños de su madre?”

Retumbo el gritó del motorizado al pasar, pero los tres policías de Caracas ignoraron el insulto y siguieron pegándole a Elina que estaba en el piso chillando y gritando. La bata morada que cubría su preñez estaba en desorden; los tobillos, rastrillados en el asfalto, sangraban; las heridas de perdigones dolían debajo de la ropa hasta en el vientre y, aún así, ella hacía lo que podía por proteger a la niña que tenía en su barriga...

Sobre un banco de cemento de una acera en Catia, cerca de donde le pegaron, Elina se sube la estrecha camiseta y me muestra que no le quedaron estrías. La piel un poco estirada es rastro inequívoco de cuando los hijos abandonan el vientre. Sus ojos negros están un poco apagados, pero hacen juego con su boca de mulata con una fila de dientes derechos y grandes que desfilan cuando sonríe.

– Tres días antes de que me pegaran supe que era una niña y me puse contenta. Yo quería una niña.

Pero a Elina la patearon en las costillas, le dispararon con la escopeta de perdigones, le echaron gas en la cara y, desde que se paró del suelo la mañana del domingo 14 de marzo, supo que algo había cambiado. Pero si los golpes no fueron suficientes para mayugarle el embarazo sí que lo fue el susto de que la volvieran a maltratar por estar vendiendo plátanos en la calle.

– A mi encantan los plátanos.

Le gustan como se los den, y los últimos cuatro años de su vida se los pasó rodeada de plátanos en la parte de atrás de un camión, recorriendo Caracas y La Guaira, para venderlos. A veces se instalaba en Catia, cerca del bulevar, a vender con una tía, pero lo de ella era hacer la ruta en el camión, hasta que se dio cuenta de que estaba embarazada por segunda vez.

Eran las 7.30 de aquel domingo cuando Elina puso sus dos cestas pequeñas con diez bolsas de plátanos en la séptima avenida con calle Argentina Catia. Detrás de ella, en la acera, estaban dos pequeñas cestas más con la mercancía que restaba; vendía poco esa mañana y era la primera vez que se paraba en esa esquina. A unos metros estaba el vendedor de mangueras que tiene una vida allí y la policía jamás lo ha molestado.

Pasaban las nueve cuando los tres policías se bajaron de una patrulla y le quitaron las bolsas que le quedaban. Le arrancaron las dos cestas de plátano y las metieron a la patrulla cuyo chofer siguió su camino. A Elina se le escucharon cortadas las palabras, pues en medio de la lengua le brilla un piercing, pero igual se le entendió el reclamo a gritos.

– ¿Por qué se llevan mis plátanos? Eso es para mantener a mis hijos.

Comenzó a llorar al mismo tiempo que les reclamaba, pero Solis, uno de los Policaracas, pareció no gustarle que le cuestionaran la autoridad.

Primero la empujaron, y ella respondió, luego la tiraron al piso y le siguieron pegando. Eran pocos los que pasaban por la calle a esa hora, pero tampoco podían hacer nada.

Once días después de que le pegaron, ya no importó el reposo que le habían mandado. Elina agarró un autobús desde La Silsa rumbo al hospital de Los Magallanes y llegó pariendo. Tenía 29 semanas de embarazo.

Germalis nació morena como su mamá. 26 horas en la incubadora no sirvieron para la insuficiencia de sus pulmones, y se murió conectada a cuatro tubos. Elina no la pudo cargar y nunca llegó a darle de su pecho.

– Ella era blanquita, porque cuando la enterramos se veía así, como un angelito.

Junto a la urna de su hermanita el hijo grande de Elina, un moreno de cuatro años alto y hermoso de cachetes sonrosados y cabellos castaños, cantó Los Pollitos para la bebé, igual que lo hacía pegado a la barriga de Elina.

Ella había denunciado el ataque en la Fiscalía y la primera vez que fue a Policaracas a poner la denuncia, aún embarazada, la trataron con desden y la hicieron ver un montón de fotos viejas en las que no reconoció a nadie, aunque no se olvida de la cara de sus atacantes. Pero Elina optó por contarle a la prensa lo ocurrido y allí sí tuvo respuesta.

Esta tarde cuando atiende el teléfono frunce el seño y entorna los ojos. De pronto pone la bocina sobre su rodilla y aclara:

– Es Policaracas que quieren que vaya a reconocer a los tipos, pero para allá no voy sola.

Quizás fue una consecución de eventos desafortunados, o la conjunción de todos ellos, los que mataron a la bebé de Elina: que la policía se sienta libre de hacer su voluntad; que Elina no tuviera más opción que vender plátanos pues no estudió nada; que no pudiera hacer la ruta del camión por su embarazo; o que el hospital de Los Magallanes, siempre en crisis, no consiguiera trasladar a la pequeña a donde la pudieran salvar.

Elina no quiere seguir llorando a su bebé porque le dijeron que es malo, y tampoco quiere volver a la calle a vender, y aún así en la candidez de sus 24 años insiste:

– A mi me encantan los plátanos.
Foto: Kisai Mendoza/El Universal

martes, 6 de abril de 2010

“Arrodillada no, pon las nalguitas en el piso”













Han pasado 13 minutos desde que cesaron los disparos en “el Pantry”, el espacio común entre los tres pabellones de la cárcel de la Planta en Caracas y que sirve de comedor, sala de estar y exhibición de armas.
Ya comenzaron a llamar a los “bautizados” para que recojan a muertos y heridos. “A ver quien sale porque a veces siguen disparando y los matan” me dice Mauricio, uno de los pastores de El Avión, el pabellón de los evangélicos.
De pronto comienzan nuevos disparos y pregunto alarmada qué pasa, pero no es “nada”. La Guardia Nacional comenzó a disparar desde la torre que está en el patio y frente a los pabellones. Disparan siempre por encima de la línea media. Mauricio aclara: “Si uno está en el piso nadie recibe un tiro, por eso no se puede estar de pie ahorita”. Pero esta vez los presos de los pabellones 2 y 3 respondieron. El tiroteo es apenas el mensaje en que unos y otros ratifican su posición: los presos controlan lo que pasa dentro, la Guardia el perímetro, pero advierten que ya está bueno por hoy de tiros.
Mientras aún rebotan los disparos de FAL en la pared de los pabellones, una de las 300 mujeres que permanecían en La Planta desde el domingo de Ramos está un poco asustada en el piso y Mauricio le advierte: “Arrodillada no, pon las nalguitas en el piso mi amor”. La chica obedece. Allí se va a quedar un rato hasta que estén seguros que los tiros se acabaron…
El sábado tres de abril fue la segunda vez que hubo un tiroteo con las mujeres de visita en la Planta. La primera vez, en enero, los gritos de ellas fueron muchos, pero este sábado se sienten más acostumbradas.
Frente a la puerta de El Avión, el pabellón donde vive Mauricio junto a los otros presos que abrazaron la fe en cristo, pasan todos los muertos que hay en el penal, y desde allí ven cuando el pastor del pabellón 3 lleva a rastras a su herido, un tiro en el abdomen con entrada y salida y varios en las piernas. Desde el 2 traen a otro, pero éste es más una masa sanguinolenta. Al llegar a la entrada del 1, dos de los presos le arrebatan al herido a los “bautizados” . Todos piensan que lo van a rematar. No lo hacen; pero no importa porque antes de llegar al hospital ya habrá muerto.
Mauricio siempre atiende el teléfono, haya tiros o no. No tiene más de 36 años; su voz es educada y siempre tiene la palabra correcta, pero eso es lo que queda del yuppi, dueño de empresa exitosa, que era. Y uno se pregunta qué hace preso. Nunca lo hemos hablado aunque sé que está allí por pornografía infantil y tiene una condena de más de 12 años. Su esposa lo dejó y no puede ver a su hijo de 14 años, que hasta hace poco no sabía que él estaba en prisión. Pero estando en la cárcel consiguió una nueva pareja que lo visita cada fin de semana y cuando las dejan dormir se queda con él varios días. Pero esa no es la vida que planificó.
“Yo nunca me imagine que me vería aquí”, me dijo un día y yo me quedé callada pues no se me ocurrió qué responder.
Con él se puede hablar de cualquier tema y lo hace con libertad, pues no tienen nada que perder si preso ya está.
Pero en medio de la muerte que ve pasar frente a él sabe que su fe lo mantiene vivo. Por ello cuando termina de hablar de los episodios de este sábado, queda atrás la advertencia a la chica asustada y en la despedida retomamos el papel de Pastor y yo de oveja
- Que Dios te bendiga hija.

domingo, 4 de abril de 2010

Una vida para contar la muerte

Cuando la moto se detuvo junto al terraplén ya periodistas y policías pululaban en la zona. Llegaba tarde al hallazgo de los dos cadáveres, así que en un solo movimiento salté de la motocicleta, pero entonces vi con horror que estaba a unos dos pasos del cuerpo parcialmente quemado de la chica: sus brazos estaban contraídos, las ropas rasgadas y la piel quemada, y aún así se notaba que había sido hermosa; a unos dos metros la mamá de la joven estaba completamente carbonizada y sólo unos pocos espacios que resistieron al fuego mostraban lo que fue una piel suave y cuidada. Esa imagen se apoderó de mí, no era de las decenas de cuerpos que había visto en mis cuatro años en la fuente de Sucesos y cuya quietud me seguía impresionando, esta escena, más tarde lo sabría, era el engendro de la violencia, cada vez más terrible y más cruel, que agobia a mi país.
Esa mañana me refugié del sol tras una valla en la zona de Parque Caiza, en las afueras de Caracas, tomé mi teléfono y comencé a escribir para enviar a la página web del periódico la noticia inicial de aquellas muertes. Cinco días después el homicidio de Quimi y Orianna, madre e hija, a manos de un exnovio de la chica, hijo de un capitán de navio de la Armada venezolana, conmocionaría al país al conocerse los detalles de aquella historia. Poco después de varios de los relatos que escribí sobre las muertes, un lector me escribió pidiendo que no dejara de hablar de lo ocurrido. Prometí no hacerlo, pues yo misma había quedado atrapada en ese horror.
Nací en Calabozo, un pueblo del llano venezolano donde siempre ha faltado la luz, así que en la penumbra que cada noche se imponía en nuestra casa, mis padres, mis cuatro hermanas mayores y yo nos reuníamos en la sala, a la luz de una vela, para contar historias de muertos y aparecidos. Allí nació mi oficio de periodista.
Tengo siete años trabajando como periodista, pero fue el relato del sonado caso de la muerte de los tres hermanos Faddoul que fueron asesinados tras un tortuoso secuestro, en el que había involucrados varios policías capitalinos, el que me atrapó. La ciudad era un caos de protestas por esas muertes y en esa ocasión, mientras la prensa matutina se volcó a relatar los detalles policiales del hecho, yo fui a hablar con amigos y compañeros de los chicos para poder decir a quiénes habían asesinado, y que la casa de esa familia, llamada “Mis tres amores”, había perdido su razón de ser con la muerte de los niños.
La gente mira con desconfianza a los periodistas que tratan la muerte, pero en ningún lugar como en ella se encuentra a las personas y se entiende un país.
La muerte de Quimi y su hija Orianna, abaleadas y quemadas en un paraje solitario a las afueras de la capital son parte de mi vida. En ellas consigo la motivación para contarle a la gente esa violencia que se ha apoderado del país, y que habita, no sólo en los jóvenes que crecen sin posibilidades y en medio de las armas en las callejas de los sectores más pobres; sino que es capaz de llevar a un chico de 22 años, que tuvo todas las oportunidades, a matar a su exnovia y a la que habría sido su suegra, sólo por quitarles 31.660 dólares que ellas habían ahorrado.